aceite del pleistoceno con camarero y cliente hablando en un restaurante

Salir a comer fuera es una de las grandes alegrías de la vida, ¿verdad?

¡Qué delicia!

No tener que cocinar, disfrutar de la compañía de amigos, y probar cosas nuevas. Pero si tienes un intestino permeable o un colon irritable, salir a comer puede ser más bien una aventura épica, digna de una novela de fantasía.

Una en la que tú eres el/la protagonista, luchando contra dragones de glutamato monosódico, pantanos de aceite recalentado desde la era del hielo y montañas de azúcar refinada que ocultan trampas lácteas.

¡Y todo esto solo para poder sentarte a la mesa!

El menú: un campo minadito

Comencemos por el principio: el menú.

Para la mayoría de la gente, es solo una lista de cosas ricas. Para ti, es un campo minado lleno de ingredientes traicioneros. Aquí tienes una pequeña muestra de lo que puedes encontrarte:

  • Gluten: Está por todas partes. En el pan, en las salsas, y hasta en la ensalada si no tienes cuidado. ¡Sí, en la ensalada! Porque, claro, ¿quién no quiere empanizar una hoja de lechuga? Y no hace falta que seas celíac@ para que te afecte (disculpa las malas noticias), así que ya con eso vamos mal.
  • Lactosa: El enemigo silencioso que se esconde en los rincones más insospechados. Puede que pienses que ese plato de pescado está a salvo, pero no, ahí viene la salsa blanca a arruinarte el día. Y partiendo de la base de que hasta al jamón york le echan lactosa para conservarlo… puede estar en cualquier esquina.
  • Glutamato: Ese sabor umami que a todos les encanta pero que tu intestino odia con la pasión de mil soles. ¿Y qué crees? Está en la sopa, en las papas fritas, y en cualquier cosa que venga de una cocina que se toma muy en serio el «sabor».
  • Azúcar: Por supuesto, porque si no le pones azúcar a todo, ¿cómo esperas que tenga sabor? Quizás luego te duela el dedo gordo pero no te preocupes, siempre se puede cortar.
  • Sal: Y como no, sal everywhere. Si luego te ves bebiendo más agua de lo normal no te extrañes. Si crees que llevaba sal, créeme, llevaba más de lo que piensas.

La búsqueda del Santo Grial

Después de haber navegado por las traicioneras aguas del menú, llega el momento de pedir. Aquí es donde te conviertes en el «rarito» o «rarita» del grupo.

Mientras todos los demás piden sin problemas, tú estás haciendo preguntas dignas de un interrogatorio del FBI:

  • «¿Este aceite se ha utilizado desde la última glaciación o es fresco?» Pregunta válida cuando el aceite reciclado ha estado cocinando todo tipo de alimentos durante días.
  • «¿Podrían hacer este plato sin lactosa, gluten, azúcar, sal, o algún tipo de sabor en general?» Porque claro, ¿quién necesita disfrutar de la comida cuando puedes simplemente sobrevivirla?
  • «¿Está seguro de que no le ponen una pizca de gluten a esa sopa de tomate? Ya sabe, para darle cuerpo…» Y luego la respuesta viene con un «Creo que no…», lo cual te deja más nervioso que antes.
  • «La ensaladilla…» ¿la hacéis con leche o huevo? Y si es huevo no pasteurizado, agárrate, porque si está en mal estado te espera una velada en el lavabo guapa guapa.

Tus amigos se miran entre sí, algunos con simpatía, otros con esa mezcla de lástima y alivio de que no son ellos los que tienen que lidiar con esto.

Y tú, por supuesto, te conviertes en el héroe anónimo que simplemente trata de no pasar el resto del día en el baño o, peor aún, en el hospital.

El precio de la diferencia

Lo que pocos entienden es que, al final del día, eres tú quien sufre las consecuencias. Si decides «ser normal» por una vez y comes esa pizza con extra de queso y una masa crujiente (¡tan crujiente!), es posible que pases el resto de la noche viendo las estrellas… desde la ventana del baño.

Y no, no son estrellas de placer ni de satisfacción. Y lo peor no es eso, si solo fuese eso pues mira.

El problema es que puede durar tiempo. Días, o hasta semanas si te da fuerte. Y que no solo impacte a tus hábitos estomacales sino que afecte a tus niveles de energía o que afecte a tu estado de ánimo, que ahí es donde se pone la cosa complicated.

Y cuando tratas de explicar que no, no es una dieta, no es una manía, sino una necesidad real de evitar dolor, incomodidad, y horas de angustia, te topas con la incomprensión.

«¡Pero solo es un poquito de lactosa!», te dicen, como si fuera una gota en el océano. Lo que no saben es que esa gota puede desencadenar un tsunami en tu sistema digestivo según tu grado de colon irritable.

La conclusión: más vale prevenir…

Al final, sí, serás el «rarito» o «rarita» de la mesa, pero también serás el que pase la noche en paz, sin retortijones, sin correr al baño cada 10 minutos, y sin tener que lidiar con un colon que decidió declararse en huelga. ¿Y te cuento otro secreto?

Si te acostumbras a ello, puede que hasta pagues menos. Pues tendrás que ir aparte con lo cual no tendrás que pagarle las 5 cervezas al de al lado ya que tu con una vas que trinas si es que la toleras, ni serás tentad@ a probar cosas que te sientan mal por pensar «joBar, si lo voy a pagar de todos modos».

Así que la próxima vez que te encuentres en un restaurante, con el menú en una mano y un montón de preguntas en la otra, recuerda: es mejor ser rar@ y estar bien, que seguir la corriente y pagar las consecuencias y más cuenta. Al final del día, solo tú tienes que lidiar con tu intestino, y créeme, él tiene muy claro lo que quiere. ¡Y no es aceite del Pleistoceno!

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